Seguimos con el taller, y ayer se propuso un ejercicio: describir el goce que producen una de estas cosas: la mirada de un gato, el roce con desconocidos en un autobús (este no lo eligió nadie), la lluvia al caer en la cara, los urinarios públicos, el sonido de la campana de una iglesia, o mirar crecer los geranios. Yo elegí el de enmedio.
Si quieres conocer la esencia de la condición humana, visita los urinarios de los aeropuertos. No los de las estaciones de autobuses, que son provincianos, ni los de las estaciones de tren, cuyas salpicaduras son la imagen misma de la prisa, ni los de los barcos... los de los barcos, mejor ni pensar en ellos. Los de los aeropuertos tienen su propio olor, que no es limpio, pero al ser de suciedades tan diferentes, se cancelan unos a otros.
Es el olor de la gente, y para apreciarlo mejor, colócate en el urinario de enmedio; nada mejor que evacuar la vejiga con un sij a un lado y un finlandés al otro.
También te hacen concentrarte: en Schiphol hay
moscas dibujadas, y nada es más divertido que tratar de acertarles. Los más atrevidos lo intentan desde cierta distancia, y aquellos para los que Schiphol es su segunda casa, lo intentan desde dentro de los excusados, con la puerta cerrada.
Ellos han alcanzado el zen de los urinarios en los aeropuertos.
Los verás andar por las aceras rodantes, con una sonrisa de oreja a oreja, la cabeza bien alta, el maletín paralelo al cuerpo. Los admiro, porque nunca llegaré a ser como ellos.