2004-05-21 01:00
Enseguida notó que no se portaba como siempre. Ayer mismo había recibido su trasero con mimo. Una simple sacudida, un meneito, y el acoplamiento había sido perfecto: los cojines soportando sus riñones, el brazo apoyado en el brazo. Una persona y un mueble alcanzando el zen del descanso.
Pero, al día siguiente, por más que lo intentaba, no había manera. Mullió los cojines. Los estiró. Los levantó, los volvió a colocar. En cada cambio se volvía a sentar, tratando de escalar esa cima del reposo que le eludía. Nada.
Cabreado, salió a la calle. El mejor momento del día se había perdido, ya sólo le quedaba buscar fuera de casa lo que no encontraba allí.
Un destartalado sofá de una discoteca lo acogió finalmente con agrado, lo engulló casi con sus gastadas telas. Allí pasó toda la noche, hasta que lo echaron.
Al día siguiente, llamó a un tapicero, que se llevó su sofá hogareño, entre revuelo de pelusas que habían habitado bajo el mismo. Todos los días, al volver a casa, miraba el vacío dejado. Se sentaba en una silla, apoyaba los brazos en el respaldo, y pensaba en cojines y en filosofía oriental.
El tapicero se lo trajo unos días más tarde, con un nuevo estampado y relleno de turgente gutapercha. Lo miró un buen rato antes de sentarse.
Cuando lo hizo, no es que no se sintiera rodeado. Es que se sintió pateado, escupido.
Desde entonces, pasa todas las noches en la discoteca, enterrado en aquél sobado sofá. El de su casa se lo regaló a unos primos estudiantes. De vez en cuando lo prueba, a ver si está en su punto.
Actualización: Algunas correcciones, gracias a sugerencias de un compañero de tertulia. Gracias.