2004-08-29 01:00
Este relato está inspirado por
un suceso que no sé si habrá tenido eco fuera de Andalucía: dos ancianos mueren al cruzar la A-92 de noche. Es diferente a lo que suelo escribir habitualmente, y por tanto el margen de error es mayor, así que cualquier crítica o comentario será más bienvenido que de costumbre.
-¿Sabes qué? - Le espetó Julián a Miguel, según entraba al asilo desde el jardín - Se ha muerto otro.
Miguel apenas esbozó una mueca de disgusto. Con cierta lentitud fue pelando la frase, quedándose con todas sus capas. Se había muerto otro más. En los asilos, los días de la semana, inclusive fiestas de guardar, se cuentan por muertes. Ayer Andrés, antes de ayer, Josefa, la de las Gabias, antes de antiyer, Tomás, el de Pinillos. Se moría tu compañero de dominó, o el que había discutido contigo sobre no sé qué torero, o la muchacha con la que habías intentado bailar el pasodoble aquella noche de fiesta.
Por eso, los asilos son un poco como los campamentos de la OJE, a los que Miguel había asistido en la posguerra. Conocías gente, pero todas las amistades tenían fecha de caducidad. Y cerca, como los yogures.
Quizás por eso también, como en los campamentos, eran más intensas. A los setenta u ochenta años, o noventa, los amigos eran los mejores amigos. Y los amores, los más intensos y apasionados. Miguel había conocido a Eugenia, y se iba a casar con ella. Pensaba en ello mientras se acercaba a su habitación. Eugenia no salía tanto como él. Nunca había sido de calle, pero después de una fractura de cadera, menos todavía. Se apañaba mal con las muletas y las muletas con ella. Los cojos siempre están de mala leche, por eso nadie quería sentarse a su lado en las excursiones en autobús, y por eso Miguel, que había llegado el último a montarse en aquella excursión a Nerja, lo hizo. Allí había empezado a conocerla.
Los ancianos siempre tienen mucha vida que contar, y lo primero que hizo Eugenia fue contarle a Miguel la suya, intercalando maldiciones diversas al conductor, a las muletas, y a la virgen santísima.
Miguel la escuchó, e incluso le sonrió. Las sonrisas de Miguel eran, si no bonitas, al menos evidentes: los múltiples pliegues de una cara expuesta al sol, "de sol a sol", como solía decir él, se recolocaban de tal manera que le hacían merecedor del premio que le dieron en el asilo: "Señor sonrisas, edición senior". En la misma velada, Eugenia se había llevado el "Mala follá de oro".
Por eso nadie entendió que al final del viaje ya estuvieran tonteando, que es un verbo posiblemente inadecuado, dadas las circunstancias, pero era el que más se acercaba a las risitas, palmaditas, y apartes que protagonizaron.
Quizá fuera aquello de la media naranja, porque Eugenia era todo aquello que no era Miguel. Fue directora de escuela por oposición, muy leida; miguel firmaba con una equis, aunque leía las nubes y el susurro del viento en los olivos como nadie. Miguel era religioso, de misa anual antes de jubilarse, porque el campo es muy esclavo, diaria cuando se jubiló, para compensar; Eugenia se cagaba en Dios y en Cristo y en la Virgen Santa cuando venía a cuento y cuando no, en todo caso con mucha más frecuencia de la que le resultaba deseable, o incluso soportable, a las monjitas del asilo, y había sido de Comisiones en la clandestinidad desde finales de los cincuenta.
O quizá fuera simplemente el amor, que no tardarían en consumar con cierta ayuda farmacéutica, mucha fuerza de voluntad y bastante cariño.
Eugenia recibió a Miguel en su habitación con un alegre "Cagondiós, que puto calor hace", lo que provocó una de las sonrisas de Miguel. A Miguel le gustaba cuando era tan ella.
-Eugenia, que vengo pensando que, según nos vayamos casando, nos vamos a vivir a mi pueblo.
Eugenia maldijo algo, contradijo bastante, y argumentó lo que pudo, citando incluso a Herodoto, lo cual solía apabullar a Miguel bastante, que no conocía nada más raro que la historia del martirologio de San Juan Nepomuceno, y eso, de oidas. Pero no hubo forma de hacerle cambiar de opinión. Ni Eugenia quería, lo que ocurría es que para ella la mejor forma de pasar las horas en el asilo era una buena discusión, y ya sólo Miguel se quería colocar en el otro extremo de sus "ergos" afilados.
Dejar el asilo para siempre por el propio pie (ayudado, si procedía, de andador o muletas), suele ser algo excepcional, por eso les hicieron una pequeña fiesta tras la boda (por lo civil, como no podía ser de otra forma). Eugenia recibió todos los parabienes rezongando, Miguel con su sonrisa. Nadie les echaría de menos. Los que se acordaran de su existencia al cabo de dos semanas, tendrían que poner todo su esfuerzo en seguir viviendo. En no ser de esos otros.
El viaje de novios fue breve y en autobús, de Moclín a Granada, un café con churros en la estación de autobuses, y otra alsina a Diezma. Posiblemente, las semanas que iban a pasar en Diezma fueran las más felices de sus vidas, porque tenían la felicidad de lo cotidiano, de lo que se hace sin pensar. Eugenia no maldecía tanto, y hasta se atrevía a andar sin muletas, cogida del brazo de Miguel. Incluso la cencerrada, una tradición local dedicada a los que contraían segundas nupcias, que les dedicaron, les pareció divertida, y bajaron una botella de Machaquito para compartirla con todo el mundo.
Hablaban de vez en cuando con sus amigos del asilo, hasta que un día, alguien le contó a Miguel que Julián había muerto. Se había muerto otro. Se lo contó a Eugenia, y juntos planificaron su última semana.
Irían un día a Guadix, al cine, otro a Salobreña, a la playa, otro a ver la Alhambra...
El último, cenarían fuera de casa, en el Manazas, y después, en la cumbre de su felicidad, pondrían fin a sus vidas, cruzando la autovía de noche, andando.
Miguel fue el primero en morir. Se lo llevó por delante un coche belga que iba a ciento cincuenta. Eugenia no maldijo, no por estar en paz con nadie, y menos con Dios, porque no le hacía falta, sino porque era lo que habían querido y elegido ellos mismos.
En los segundos que tardó en ser arrollada por un monovolumen, solo pensó en la felicidad que habían elegido, y en la muerte que también habían elegido, para que nadie decidiera por ellos cuando se convertirían en esos otros que morían siempre.