2004-12-02 01:00
El primer café de la mañana no logró quitarme la extraña sensación que me había dejado una noche sin sueños. Es más, viniendo de camino hacia este bar la sensación fue a más: una luz blanca, en vez de los dorados reflejos de la mañana, lo invadía todo.
Además, el camarero paracía haberse vuelto loco, lo había cambiado todo. Donde antes había un jamón, ahora colgaba un cartelito blanco que decía, efectivamente, jamón, en letra bien clarita. Las tapas de panceta, las cucharas, los cuchillos, nada estaba en su sitio. Sólo cartelitos blancos. Además, el propio camarero había desaparecido después de ponerme el café.
Encendí un cigarrillo para calmarme, paladeando la idea de una copa para calentarme antes de ir al trabajo. Pero chupé y chupé hasta que la colilla chocó con el paladar sin que de su extremo se desprendiera ni un poco de humo. Sólo un papelito, apenas un copo, donde un trazo delgado como un cabello decía humo.
Salí a la calle. No había nadie, sólo docenas de folios con nombres escritos, agitados por el viento. El cielo seguía blanco, pero ahora, escrito en él se leía claramente, en letras incandescentes, Sol. Me asfixiaba. A mi alrededor llovían papelitos redondos que decían O2.