2005-02-18 01:00
Érase que se era un pueblo donde todos eran felices y comían perdices. Y lechones. Y pizzas de pan gordo. Y magdalenas. De hecho, comían mucho y aunque no eran muchos, el pueblo se fue hundiendo poquito a poquito por el peso acumulado de tanto anti-cuerpo danone.
Lo cual era un poblema. Mayormente porque
según come el mulo, así caga el culo y el fundador del pueblo, allá por la época de Viriato, o de Silvela, no lo tenían muy claro, había construido un pozo fecal justamente debajo del pueblo, con epicentro en su plaza mayor, donde se encontraban el ayuntamiento, el consultorio del médico, la oficina de correos, la farmacia, y el cuartelillo de la guardia civil. Y tal pozo fecal estaba llenándose. Estaba, de hecho, casi lleno, lo cual se hacía evidente porque un chopo mostrenco que había en la misma plaza había crecido y crecido en los últimos tiempos hasta alcanzar dimensiones descomunales. Y porque por las grietas de la plaza del pueblo a veces salía un líquido marrón maloliente.
Pueblo que baja, y mierda que sube auguran un mal encuentro. Así que el médico y el farmacéutico de la localidad, junto con la maestra de escuela y el aparejador municipal, decidieron analizar la situación y tomar medidas. Y se dieron cuenta que en no más de 10 años, el pueblo se iría literalmente a la mierda. Y como medida a tomar, decidieron decirle a todo el mundo que se pusiera a dieta para, por lo menos, retrasar tal evento.
Algunos próceres de la localidad decidieron apoyarlos. En concreto, el concejal del Partido Pueblerino se dio cuenta que era de cajón de once arrobas, que no todo lo que sube acaba bajando, y que desde ese mismo momento pediría a los funcionarios del ayuntamiento, inclusive el cabo de la policía municipal, a la sazón ciento veinte kilos a la canal, que se pusieran a dieta o les cortaba los incentivos.
Claro, se montó el gran pollo. Otros concejales (la mayoría del Partido Sistemático) los acusaron de acabar con el negocio de los cuarenta y cinco asaderos, diez hamburgueserías, y trece casquerías del pueblo. Que el desarrollo económico se basaba en los productos de la tierra, y que si la gente no se los comía, que de qué se iba a vivir.
Otros, más pragmáticos, simplemente dijeron que nada de lo que dijera el concejal del Partido Pueblerino podía ser bueno, porque era un reconocido enemigo del sistema (y de los sistemáticos) y que lo único que quería hacer es acabar con los negocios locales. Y otros aducían que, por mucho que dijeran el aparejador, farmacéutico, médico, e incluso la maestra, a la que todo el mundo respetaba, una vez habían oido decir al mancebo de la farmacia que la mierda poco a poco se revenía, y que si se hundía el pueblo no es porque todos estuvieran muy gordos, sino que se debía a un cambio en la era geológica en la que el pueblo se hallaba inmersa. Así que, mientras ponderaban las diferentes teorías, se zampaban vacas rellenas de pichones, y ventoseaban y jiñaban alegremente.
Y, evidentemente, este cuento, no tiene final (de hecho, el final está al principio). Ni moraleja. Allá cada cual. Mientras tanto, pueden leer
esta historia de Vendell (y los comentarios) o
esta o
esta de Akin, pasando por
esta del Lobo Rayado.