Estimago amigo: Acabo de escribir una novela sobre el terrorismo de Eta y les envío un breve resumen y las tres primeras páginas. Caso de interesarles les enviaría el manuscrito para su examen
Un saludo cordial
Manuel Villar Raso
LOS TERRORISTAS
265 días bajo tierra
Los terroristas no es sólo la historia de un secuestro. A la salida del hotel Borges en Madrid, donde el empresario Santos Rivera acostumbraba afeitarse cada mañana, un comando de ETA lo introduce en el maletero de un coche y él despierta en un zulo de 2.60 metros por 0.80 de ancho. Será una larga noche de pesadilla de 265 noches, a menudo sin luz, sin agua y sin comida. Sólo hay una manera de soportarlo y es a base de disciplina, ejercicio físico y trabajo, e igual camina quince o veinte kilómetros por los bosques de su tierra que pinta, lee y escribe. La larga noche del zulo convertirá a este hombre, curioso, incansable y genial, de gran variedad de intereses y aficiones, en una personalidad múltiple. Consigue que los terroristas le suministren papel y lápices de distintos colores y, sin disciplina académica y a base de las fotografías de El Mundo y El País, pinta una galería de retratos, bodegones y naturalezas muertas, que causarán la admiración de la crítica.
Los terroristas es una historia en el estado más puro sobre la cuestión vasca y la psicología del terror. Lo mejor de la novela, no obstante, es la mente del empresario Santos Rivera, que acabará convirtiéndose en el novelista de su drama personal, enamora a una de las terroristas y a través de ella consigue salvar su vida. Las observaciones de Santos Rivera son lúcidas y los diálogos con los terroristas, que a punto están de asesinarlo, tejen una historia atractiva que deja un excelente regusto en el lector.
Manuel Villar Raso
3 días
(inicio de la novela)
Sintió un golpe seco en la nuca y, al despertar en medio de la oscuridad, retiró la manta pestilente y se puso en pie buscando algún atisbo de luz, pero no la había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y su madre lo llevaba de la mano; ahora su mano tocaba una pared de yeso todavía húmedo y la recorrió con los ojos ciegos hasta dar con una plancha de hierro. Los intestinos y el corazón le palpitaban y allí se dio la media vuelta y caminó encogido hasta la pared de enfrente, reconociendo lo que podía ser el habitáculo pequeño, oscuro e infame en el que se encontraba; luego palpó el catre del que se había levantado y se quedó sentado largo tiempo tratando de ver. Fue entonces cuando recordó el golpe, se tentó la parte dolorida de la cabeza y pensó: aquí no podrás sobrevivir un solo día, Santitos. Se frotó la nariz y los ojos con el dorso de la mano y volvió a mirar, a intentar ver una vez más.
Se levantó y fue arrastrando los pies hasta la plancha de hierro, que había tocado antes y que debía ser la puerta. La golpeó con la palma de la mano y, al no responderle nadie, aplicó el oído a la chapa y se volvió. Suena vacío, pensó, aunque lo más seguro es que hay alguien al otro lado Pero no había nada que pudiera reconocer sin luz, salvo el tacto de paredes húmedas, un catre y una mesa de madera, y se quedó largo tiempo de pie, recuperando el resuello que lo paralizaba. Al sentarse a ciegas en el catre, sus pies tocaron algo, un cubo de hierro algo más grande que un orinal. Eso era todo. Hacía frío y se acurrucó en la cama y se puso la maloliente manta encima, intentando darse calor. De pronto pensó que debía haber una luz, se levantó y recorrió el techo con ambas manos, y la había. Había una bombilla colgada del techo, pero por más que buscó el interruptor no lo encontró, volvió al catre y se envolvió en la manta.
En el silencio frío le pareció escuchar el goteo del agua en el bosque y se adormiló con este pensamiento. Al despertar se agachó para toser y tosió durante un largo rato. Lo importante, pensó, es que no te han matado y que tal vez no van a matarte, por ahora. Quizás deberías pensar en eso y no en el frío y en el silencio, o en si es de día o es de noche. ¿Qué más podía hacer?
Le despertó un ruido en la distancia y permaneció un buen tiempo a la escucha. La negrura era ciega e impenetrable, también el silencio, un silencio tan fuerte como para que le dolieran los oídos de escuchar. El frío le obligaba a levantarse con frecuencia a orinar. Buscaba a tientas el cubo y permanecía tambaleante en aquella gélida oscuridad con un brazo en la pared para mantener el equilibrio, buscando la vertical como si el suelo fuera el piso movedizo de un barco. En esa posición creyó oír bramidos de toros bravos; luego el viento cambió de dirección y sólo hubo silencio.
Nina corría sonriente hacia él desde una loma verde, sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco, los cabellos rubios recogidos con una peineta de marfil, una peineta de concha y, al llegar a él, bajó la mirada; luego, antes de poder abrazarla, empezó a nevar y la nieve formaba témpanos que colgaban de los cables de electricidad. Al despertar, pensó que aquellos sueños eran la llamada de la muerte y debía desecharlos. Era un hombre en peligro y tenía que pensar en vivir; de lo contrario, perdería su mundo del todo y Nina desparecería de su memoria. Porque recordaba todo de ella, salvo su olor. Estaba sentada, con la mano recogida sobre el regazo y sentía la fina tela de su vestido de verano y sus muslos, pero no el olor. En otro sueño, descendían en trineo por una ladera pendiente, ella pegada a su espalda y abrazada a su vientre y, por primera vez en mucho tiempo, la oyó reír. Este sueño estaba plano de color y le duró mucho tiempo, hasta despertar en el frío.
Había momentos en que los no conseguía respirar. Las paredes del zulo estaban pintadas con esa malísima cal que la humedad desprendía y cubría el suelo de un polvillo blanco, que le causaba constantes ataques de asma; luego estaba la estrechez del agujero, la podredumbre que salía del cubo y el techo bajo que le aplastaban el pecho y le revolvían los jugos gástricos. No lo habían limpiado en mucho tiempo y era la mierda, su propia mierda, lo que le emponzoñaba los pulmones y el cerebro hasta marearlo. Convencido de que se hallaba en un pozo ciego, caminaba en sueños por una masa viscosa y pestilente que le ascendía por los tobillos hasta la cintura. La tierra se le hundía bajo los pies y, al no poder contener el hedor, buscaba el alivio del fango y vomitaba en el rincón más oscuro del cerebro
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