Artículo de Luis Arias publicado en "La Nueva España de Oviedo" el 23-VIII-2005.
EDITORIAL PRENSA ASTURIANA Director: Isidoro Nicieza
23-VIII-2005
OPINIÓN
Miguel Mihura, un centenario para la melancolía
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES El pasado mes de julio se cumplieron cien años del nacimiento de un autor de teatro irrepetible, de Miguel Mihura. Y, si no fuera por los dos envoltorios de la versión cinematográfica de Garci de una de las obras más conocidas del genial dramaturgo, de «Ninette y un señor de Murcia», tal aniversario hubiera pasado desapercibido. Los dos envoltorios propiamente dichos de los que se sirve el cineasta son, en primer término, la cursilería almibarada, que es siempre en su caso marca de la casa. Y, en segundo lugar, el irresistible encanto de la actriz que hace el personaje de Ninette, adornado, como era de esperar, con una lencería indiscutiblemente efectista. De hecho, se está hablando más de la muy atractiva Elsa Pataky, que de la obra teatral propiamente dicha. Se diría que casi nadie tiene a bien recordar a Mihura. Acabo de releer «Tres sombreros de copa». Recuerdo que a principios de los ochenta esta obra teatral era lectura obligatoria para los alumnos de selectividad, y tuve que adentrarme en su explicación muchas veces. Confieso que los diálogos entre Dionisio y Paula me dejaron siempre un sabor agridulce, entre la ternura, el humor y la melancolía. Y me cuesta trabajo entender cómo no se ha profundizado en la vinculación tan estrecha que existe entre las grandes figuras del humor del siglo XX con la melancolía. Si cerramos los ojos para recordar escenas de Chaplin, nos acometerá la ternura, una ternura destinada a derivar en melancolía. Es el humor protagonizado por un personaje indefenso por definición que se ríe de sí mismo y del mundo, estremeciendo a todo espectador sensible. Asimismo, si rescatamos imágenes de Buster Keaton, nos sucederá algo muy similar. También es un rostro desvalido, en medio de un mundo absurdo, cuyas peripecias, tras la primera sonrisa, pueden llegar a ser puro desasosiego. Miguel Mihura fue un autor muy siglo XX. El conjunto de su obra no es ajeno a una de las grandes corrientes dramáticas de esa centuria, al llamado teatro del absurdo. Pero hablamos de un dramaturgo español solitario y sin prisas que a veces tuvo que esperar dos décadas para que algunas de sus obras fuesen estrenadas. Ninette es el consuelo de un mundo ciertamente poco halagüeño. Es un regalo en tiempos tristes para el autor que la creó y para los personajes que con ella se encuentran. Mihura, el humor de un mundo absurdo, en clave española. Lejos de Ionesco y de Samuel Beckett, que se llevaron, merecidamente, las glorias del llamado teatro del absurdo, en un rincón de Europa hubo un dramaturgo que empapó de humor y de amor una melancolía irreductible. Y que jamás tuvo prisa para que su talento fuese reconocido. Se diría que ahora, en su centenario, la sombra de Miguel Mihura transita nuestro recuerdo a hurtadillas, sin estridencias. Se diría que no le disgusta estar orillado en un escondrijo de la historia de la literatura al que sólo acudimos todos aquellos que somos conscientes de las injusticias inevitables que siempre se cometen a la hora de poner en el lugar adecuado a todos aquellos que se abrieron en un sitio en la historia universal del ingenio. Autor de inolvidables obras de teatro, colaborador de revistas de humor que abrieron ventanas dentro de una inacabable dictadura, Miguel Mihura fue un hombre de su tiempo, de un tiempo y de un país en el que, gracias a personas como él, pudieron ser emplazadas melancolías varias, ternuras agridulces y humores inteligentes que, en el fondo, y especialmente en el caso de Mihura, fueron humanos, muy humanos. Nunca demasiado humanos. Me pregunto con inevitable melancolía, cuántas personas habrá en este momento y en este país leyendo a Miguel Mihura, mientras él se sonríe con su bondad algo desdeñosa, muy desengañada, pero empecinadamente tierna. Me imagino la boquita de piñón de Elsa Pataky, su cuerpo deseable y deseado, frente al maestro del humor, que seguramente no podría evitar un rictus cómplice dirigido hacia esa boquita y también hacia esos tirantes que se ajustan como un guante a una piel descaradamente firme. Asimismo, habría lugar para una mirada lúcida que se esforzaría buscando la comprensión ante la deriva cursi de la película de Garci. Me atrevería incluso a sugerir que la lencería con la que se adorna la actriz envolviese el recuerdo de este hombre melancólico y genial, a quien la muerte vino a buscar en el año de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura sería un buen regalo para el maestro del humor. Para alguien que vivió con la lucidez que proporciona la ironía más clarividente de todas, hija del encuentro entre la realidad y el deseo.
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