2006-12-01 12:15
Érase que se era un país muy lejano donde hace mucho, mucho tiempo, vivían felices todas las palabras. Juntas, pero no revueltas, en bellas casitas con forma, unas, de periódicos de ayer, otras, de recetas de la seguridad social, y, las más, forma oblonga de bocadillo con un extremo puntiagudo, que era, precisamente, por donde entraban.
Las palabras vivían y morían en su propia república. Un día aparecía, con su pelo cortado a cepillo, la palabra tronco y todas las demás palabras la aceptaban, felices. Otro día dejaban de ver a balarrasa, o a vuecencia, con su bonita gola, pero nadie las echaba mucho de menos. Alguna buena mañana, bombín salía de su bocadillo y ya no era un sombrero, era parte integrante de la familia cerradura, y no se separaba de ella.
Pero sucedió que un buen día, hubo una gran conmoción. Unas hordas invasoras vestidas de impreso oficial y con muchos sellos y pólizas de 0.50 euros, aparecieron no se sabe muy bien desde dónde. Y juntaron a todas las palabras en la plaza principal del pueblo, que se llamaba la Plaza del Esternocleidomastoideo, palabra que, por su longitud, era muy respetada por las demás.
Pusieron a todas las palabras en fila, lo que resultó difícil, porque las palabras suelen mezclarse unas con otras y confundirse todo, pero lo que una horda invasora vestida de impreso con timbres y con una despedida de "es gracia que espera alcanzar" no consiga, no lo consigue nadie. En cada fila, el cabo furriel de la horda invasora iba poniendo sellos a cada una de las palabras. A una le ponía un sello cuadrado, a otras redondo, a otras uno muy bonito de los Emiratos Árabes, y eran las palabras más envidiadas.
La horda desapareció pronto, pero los sellos se quedaron. Al principio, todas las que tenían un sello con forma de tetera (del Ikea) se sintieron un poco avergonzadas. Todas las demás palabras las miraban, y murmuraban algo que sonaba a pitido o quizás a un hervor o posiblemente sólo era la palabra infusión dicha con mucha paciencia.
Pero hete aquí que pasó el tiempo, y los sellos se fueron borrando. Y llegaron otras palabras, y algunas, como chanchi se volvieron pequeñitas, pequeñitas, hasta que desaparecieron. Y la república de las palabras siguió su curso.