2003-01-22 23:12
Hoy he empezado un nuevo curso de relatos, y, nada más empezar para abrir boca, he tenido que leer uno de los relatos que había enviado para ser admitido, uno que ya había
escrito y hecho anteriormente en otro taller. Después de leerlo, mis compañeros me han sugerido algunas cosas; la misma lectura también me ha hecho darme cuenta de algunos fallos. También le he cambiado el título por otro más adecuado. Aquí está:
En un lugar muy lejano, hace mucho, mucho tiempo, existió una ciudad, de nombre impronunciable, y por ello, llamada por algunos la Ciudad de las Torres, por unos pocos la Ciudad del Cielo Moteado, y por casi todos la Ciudad de los Pájaros.
Los que la recuerdan, cuentan que en ella habitaban incontablemente más pájaros que personas; pájaros de todo tamaño y plumaje, de especies conocidas, otras olvidadas, y otras que no nos es dado conocer. Como en el Mar de los Sargazos, lo primero que se veía de la ciudad eran las bandadas de aves que la sobrevolaban; también era lo último que se dejaba de oir. Y lo que nunca se olvidaba.
Había quien decía que las aves eran reflejo del alma de la ciudad, o quizá su alma misma. Cada vez que nacía un polluelo humano, el volátil que más se acercaba a la cama de la parturienta determinaba el camino que iba a tomar su vida. Si se trataba de una abubilla que picoteaba las bostas de las reses a la puerta de la casa, el niño sería basurero; si un pelícano anadeaba alrededor del paritorio, crecería para convertirse en un buen padre o una buena madre; si un águila imperial sobrevolaba la torre de la casa del pequeñuelo, toda la familia se congratulaba: el destino le reservaría las cúpulas más altas del poder.
Las plumas también acompañaban el vuelo del alma de los fallecidos al Más Allá: si se escuchaba un cuco después del suspiro postrero, el difunto había sido en su vida un usurpador; si una paloma blanca se posaba en el alféizar de la ventana de la casa mortuoria, persona de paz había sido, y no era posible mayor homenaje.
Arúspices y augures gozaban de la más alta consideraciónen en la ciudad, porque eran los únicos que sabían leer en las evoluciones de las aves en el cielo.
Cuentan que en esa ciudad vivió un personaje al que llamaban el Indiano, que tras haber hecho fortuna usando malas artes lejos de la ciudad, volvió a ella a pasar sus últimos años.
Se estableció en una rica casa, de altas y esbeltas torres, y disfrutaba de los placeres que su avanzada edad le permitían, y era honrado por sus conciudadanos.
Así fue feliz un tiempo; pero cuando vio acercarse la hora de su muerte, temió que una urraca, el pájaro ladrón, graznara en su velatorio. Decidió entonces acabar con todas las urracas. Habiendo sido respetado en vida, no quería que un pajarraco mancillara su memoria.
Puso entonces trampas, las cazó con ballesta, entrenó azores para que las espantaran, pagó a rapazuelos por cada cadáver de urraca que le traían. Se sintió tranquilo y feliz cuando pasaron varias lunas sin que se viera ninguna urraca en la ciudad, y murió con una sonrisa en los labios.
Cuando el sacerdote posaba una mano sobre sus ojos para cerrarlos, toda la concurrencia fue atraida por un gran estrépito en la ventana de la estancia. Allí, entre una nube de plumas, dos pájaros se peleaban. Un loro, el pájaro mentiroso. Y un cuervo, el pájaro asesino.