2003-02-23 17:14
Entré en el taxi, donde sonaba un flamenco particularmente jondo. El taxista, rostro singularmente moreno, bigote tupido, me espetó un escueto "¿A dónde?". "Al aeropuerto". "¿Le parece que vayamos por el centro?" replicó. "Me da igual, usted es el profesional, por donde vayamos mejor, no hay demasiada prisa".
No tardé en dormirme. Para precelebrar mi vuelta del viaje, me había ido la noche anterior de juerga, y había acabado en Plaza Nueva de litronas a las cuatro de la mañana. Apenas me había dado tiempo de llegar a casa, ducharme, meter en la mochila la ropa, los "Cuentos de la Alhambra" para las esperas entre avión y avión, y apenas una ligera siesta de un par de horas. Tras entrar en el taxi, el calorcillo que entraba por la ventana, el ronroneo del diésel, y la resaca hicieron el resto.
Pasaron lo que a mí me parecieron dos segundos y abrí los ojos.
Lo primero que pensé es "joder con el taxista, pues no me ha tirado por el Albayzín". Atravesábamos una callejuela empedrada, el taxi daba saltos.
Solo que ya no era un taxi. Era, bueno, no sé, una carroza, un carruaje o algo de eso, el caso es que yo iba dentro de una especie de caja que parecía de madera, el asiento ya no estaba forrado de material sintético, sino de simple tela teñida de morado, y a través de una abertura delante mío podía ver al taxista vestido con un caftán y turbante, y tirando de las bridas de un caballo. Pero el caballo no tenía cabeza. Eso explicaría, en parte, que nos hubiéramos desviado de la ruta.
Asomé la cabeza por la ventana, y llamé la atención del conductor (¿seguía siendo taxista?). Volvió la cabeza, me vio. Y tiró de las cinchas, o bridas, o como diablos se llamen esas correas que agarran al caballo, que obedientemente se paró.
Eso, claro, atrajo la atención de la concurrencia. Que consistía mayormente en personas vestidas con caftanes, turbantes, velos, llevando cosas en la cabeza, e incluso alguien, más moreno que los demás, ataviado enteramente de negro, con una espada atada al cinto, y que se dirigió a nosotros con cara de pocos amigos.
Ese es habitualmente el momento en que los actores en las películas salen corriendo. Yo me dispuse a hacer lo mismo. "Quieto", me dijo el conductor.
El soldado, si es que eso era, trató de abrir la puerta del carruaje para sacarme de allí, pero el conductor se interpuso delante, y se entabló un diálogo entre ellos en una lengua que era tan extranjera como para mí podía ser una lengua extranjera. El conductor parecía implorar, y el soldado parecía dar órdenes. Tras lo que pareció un buen rato, en el que las dos partes de la conversación se igualaron, el conductor volvió a subir y salimos de nuevo.
No sabría decir hacia dónde salimos, pero sí que fuimos rápido. Por la ventana vi casas blancas, burros, un camello, gente con chilabas, más soldados, gente con chilabas con bordados. Y un japonés que me hizo una foto. Llevaba turbante, pero también llevaba gafas. Y la cámara.
Al cabo de unos veinte minutos, sin que el conductor dijera una sola palabra, nos paramos en la puerta de un edificio grande. Sin las gitanas vendiendo ramilletes de romero en la puerta apenas lo reconocí, pero se trataba, sin duda, del palacio de la Madrassa. Decenas de personas entraban y salían de él; el conductor también lo hizo, y volvió al cabo del rato con una persona bastante anciana, de barba blanca, turbante blanco, todo blanco. Una especie como de Saruman, pero en moro. Incluso llevaba bastón.
Entreoí algo de la conversación que mantenían, en español raro, pero español. "¿Se despertó?" Decía Saruman. "Sí, es que había quitado el hechizo, no pensé que fuera ... " decía el conductor, apesadumbrado. Se acercaron un poco más, y lo último que recuerdo es al Saruman alzando el cayado en dirección mía; el nudo que formaba uno de sus extremos brillando con una luz verde.
Me desperté de nuevo cuando pasábamos por el puente que cruza la autovía. Miré el reloj; había pasado casi una hora desde que cogí el taxi. Faltaban cuarenta minutos para que saliera mi avión. "Dese prisa, por favor, que no llego", le dije al conductor, que apenas me oyó con la algarabía flamenca-andalusí que salía de la radio. "Es que el atasco... " me respondió, sin acabar la frase.
Ya llegábamos al aeropuerto. El taxímetro marcaba treinta euros. Pagué y le pedí recibo.
Durante todo el vuelo, no pude dejar de pensar cuánto le iba a costar la carrera al japonés.