2003-02-27 15:51
Lo que me gusta del té no es sólo su sabor, o sus efectos, sino la ceremonia. Comprar y tomar café significa cogerlo de una estantería en el super, calentar el vaso de leche en el microondas, y echar una cucharadita.
Comprar té es diferente. Para empezar, a unos metros de
la tienda se huele ya algo. Si ese día se ha hecho té con melocotón, o la mezcla de Navidad, la acera ya lo anuncia.
Entrar a la tienda es recibir también un universo de olores. El olor del té, como fondo, y como primeros planos, los de los diferentes aromas. Se compra con tranquilidad, se comenta con el tendero los últimos tés que has probado, y los que todavía te quedan pro probar, le pides consejo, mezclas nuevas que han llegado, le comentas algo que has leido.
Luego, ya en casa, calientas el agua en el microondas (los puristas lo harian en una tetera de las que pitan, que, aunque son difíciles de conseguir en España, sí los venden en esa tienda), y mientras eliges el té. Vas probando varias latas, hasta que encuentras el que necesitas, porque, diablos, todavía no has logrado aprenderte qué lata tiene cada té. Echas el té en el filtro, una cucharadita, un poco más si necesitas cafeína extra.
Y hay que esperar pacientemente a que se haga el té; los minutos que hayan escrito en la bolsita, ni más ni menos. Un té de 4 minutos no puede estar 6, porque los taninos esconderán el sabor del té, o los aromas. Tampoco 3, porque saldrá aguachirlado. Un té de dos minutos requiere, al menos, esos dos minutos de atención: son tés muy delicados, y pierden totalmente el aroma (y debo confesar que los evito, soy incapaz de estar dos minutos esperando a que ocurra: voy siempre a hacer otra cosa, y me olvido).
Sólo falta que lo sirva una geisha. Pero casi que me da igual; me conformo con escribir esto mientras disfruto de mi English Breakfast matutino (un poco de leche, un poco de azúcar, 4 minutos de infusión).