2009-07-01 23:47
En una era de viajes estandarizados y desglamurizados, lo que define y distingue uno de otro puede ser tan simple como un olor o un cúmulo de casualidades. En este que me ha traido a
San Sebastián han estado definidas por lo extremos. Partí de una esquinita de España a otra, al aeropuerto más al norte (y uno de los que cierra más temprano: un cuartito de hora más tarde y hubiera estado más cerca de los San Fermines que en ninguna otra ocasión en mi vida), y voy a un
hotel con un mínimo de estrellas situado en el extremo derecha de San Sebastián (alguno de la época gloriosa de la liga 81-82).
Ahí queda esa alternancia de máximos y mínimos, aunque quizás habría que sumar el calor extremado que me ha recibido, con 22º a las diez y pico de la noche, una hora a la que el mar, de un color turquesa, recarga sus olas para el día siguiente, la gente pasea a sus golden retriever, que apuntan con su pata alzada a los skateboarders, que se deslizan por las rampas del Kursaal, una reliquia dejada con cierto descuido en la tierra por una pasada civilización más avanzada que la nuestra, con una luz pulsante acompañada de un zumbido que cambia perceptiblemente cuando la luna sale entre las nubes. Inquietante, como lo son las luces ultravioleta que bañan y quizás broncean a los aislados ocupantes de las mesas del Zurriola. Justo enfrente del paseo marítimo, una chica de color divide en dos la barra de un bar, mientras devuelve la ignorancia a la mujer que ocupa el otro lado; otro parroquiano ocupa su misma posición en otro bar imagen especular de este, con razas, sexos y actitudes totalmente cambiadas. Los camareros transportan y la gente acuna vasos de vidrio fino mientras la noche va asentándose muy lentamente.
Vuelvo al hotel arrepintiéndome de no haber llevado la cámara (¿para qué diablos me la he traído?) y pensando en las muchas transparencias que me quedan todavía por rellenar. Si estáis por aquí y os apetece, nos veremos en
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