2010-11-06 19:36
De pequeño pensaba que las cosas tenían alma.
Quizás la palabra más adecuada no sea alma, sino quizás coranzoncito. Cuando dejaba de jugar con un juguete durante cierto tiempo, me parecía que me miraba con ojos tristes (aunque fuera un balón de fútbol) y me decía "Mírame, aquí estoy, dame unas pataditas". A veces llegaba hasta el punto de esconder juguetes, o libros, o ropa, que por cualquier razón o por ninguna había dejado de usar, para que dejaran de lanzarme esas acusaciones mudas.
Es posible que mis calcetines se juntaran con aquél libro que dejé a medio leer y compartieran sus melancólicas horas cuando yo no estaba presente, como en Toy Story, pero con incursiones en la sección de librería, de mobiliario, y en general de todo, de las cosas.
Los mayores, como sabéis, sólo se diferencian de los niños en el precio de los juguetes. Ya sabes positivamente que las cosas no tienen ni corazón, ni alma, y que todo lo que estás haciendo es proyectar tus sentimientos o antropomorfizar los objetos o quizás sean sólo delirios narcisistas.
Pero ahora te da pena de dejar un portátil en perfecto uso pero desbastado por las esquinas y sin letra
y
, porque, caray, todavía puede dar bastante ciclos de CPU (y también porque es una lata sacar un backup de todo, pero esa es otra historia).
Y tu casa. Una casa es más que un objeto, es un contenedor de todo, es un vehículo para tu vida y la de tu familia. Es el sitio que recorres a oscuras, por la noche, buscando el cuarto de baño o un vaso de agua en la cocina, en el otro extremo; es el sitio donde cada sonido está en un catálogo y sabes de dónde viene, a dónde va, y cuánto va a durar; es, en general, un lugar donde das por hechas muchas cosas y donde se encuentra el Google Map de tus rutinas diarias.
Cuando se deja una casa, se deja por una buena razón. Pero volver a ella, ver sus paredes vacías, sus habitaciones silenciosas, dejar de oler sus olores familiares y de sentir sus calores habituales, es como oir una vocecita que te está saludando, alegre por verte de nuevo ahí, recibiéndote, acogiéndote. Y te vuelves a acordar de cuando eras pequeño y pensabas que las cosas tenían alma.
Pero ya eres mayor, y estás seguro de que no la tienen. No pueden tenerla; si fuera así, no podrías soportarlo.