2010-12-03 18:13
Si todavía no has leído nada de Jasper Fforde, ya tardas, porque se trata de uno de los mejores escritores vivos existentes. Al conocimiento de los engranajes de la narración y la intertextualidad se le une la capacidad para crear tramas que enganchan, que rompen moldes y que hacen a la vez que te jartes de reir.
Para mi es
uno de esos autores de "no me puedo perder lo que hacen", y de hecho ya tengo su siguiente libro,
The last dragonslayer, que caerá como muy tarde cuando salga el siguiente.
¿Y a mi que me importa todo eso? Dirás.
¿Me gustará a mi o no?. Es muy probable que sí, porque a todas las cualidades anteriores se une el hecho de que sus novelas sean asequibles, con la única salvedad de que desde que
PJorge no las traduce, no están en el mercado español.
Pero vayamos al turrón: Tonos de gris. Imagínate un mundo en que las personas son sólo capaces de ver una determinada parte del espectro, y que tras Algo que Pasó hay una serie de reglas que imponen una jerarquización de la sociedad en función de esas reglas, pero también de los
méritos que eres capaz de conseguir (o perder) en la interacción con el resto de la sociedad. Un mundo, además, despoblado, donde la tecnología se ha ido prohibiendo poco a poco y donde los grises, incapaces de ver en color, son la mano de obra barata y fungible que produce lo poco que se fabrica. Y un mundo donde la armonía social está por encima de cualquier derecho individual, hasta el punto de que los matrimonios son concertados. Una distopía donde, sin embargo, gracias a interpretaciones de las leyes se pueden saltar algunas reglas, pero no todas: nadie puede fabricar cucharas, por ejemplo, y el contrabando de cucharas es una industria floreciente.
Es un mundo en el que resulta complicado mantener la coherencia; podía suceder como con
The city and the city, de China Miéville, en el que realmente tienes que convencerte que lo que te cuentan es así y no lo que es en realidad, una ficción. Pero Fforde empieza dejándote claro que lo que te está contando es una historia, con lo cual tu incredulidad se escapa por la ventana. Pero una vez que estás dispuesto a aguantar lo que te echen, va atando cabos y te das cuenta de que todas las piezas de ese mundo inventado van encajando como un guante.
Y quien te ayuda a encajar las piezas es un ingenuo Eddie Russet, que a causa de una broma acaba relegado a East Carmine, una ciudad en la frontera de la civilización (y aparentemente en lo que hoy en día es Gales) donde recientemente ha muerto el Colorero, un curandero que usa los colores para todo tipo de enfermedades (salvo las fragmentaciones de cabeza y otros miembros), y a donde va su padre, Colorero sustituto. Vale, no es colorero, es Swatchman, siendo
swatch no el reloj sino una tira de colores, como un muestrario de pinturas. Algo así. Colorero, vamos, para entendernos.
Allí conoce a su chica. En las historias de Fforde siempre hay chicas. Algunas veces son las narradoras, en esta ocasión son el contrapunto del ingenuo Eddie. Y se llama Jane, una Gris con bastante mala leche pero que sabe bastante más de lo que cualquier gris tendría derecho a saber. Y conoce a todos los elementos del pueblo, con sus colores, sus aspiraciones, sus trapicheos de méritos, y finalmente con su objetivo en la vida. Objetivo en la vida que, para Eddie, cambia más o menos a mitad de la novela, para nuestro regocijo.
Nada en la novela está trillado anteriormente, y todos los giros te van a sorprender. Como, por otra parte, sucede con casi todas las novelas de Fforde. Por eso es el mejor.
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