2010-12-24 09:35
-No podemos entrar - me dice mi amigo Suhail que nos había llevado
por esta carretera al
Monasterio del Santo Saba el Santificado, o Mar Saba, o Mar Sabbas.
Por el camino habíamos cruzado, en solitario, el desierto, por una carretera provista de innumerables curvas puestas allí, aparentemente, con la única intención de marear al viajante. Pero también de proporcionar, al volver una esquina, paisajes inéditos y derrotados por el sol. Y niños que surgían desde cualquier parte, ofreciéndote no se sabe muy bien qué. Niños que también abarrotaban la carretera que cruzaba Ubadiya corriendo unos detrás de otros, sin mirar a derecha ni a izquierda, sólo hacia adelante. Y aquí debería insertar la metáfora sobre el futuro de esa tierra, pero lo cierto es que en ese momento sólo pensaba uno en andar con mil ojos para que no chocaran con el coche.
En el coche íbamos Suhail y yo, y todas las chicas de mi familia. Ya nos había advertido Suhail que
el monasterio no podían visitarlo las mujeres. Usando el método científico, los monjes habían deducido que como la última vez que lo visitó una mujer, allá por el año 800 o así, hubo un terremoto, la correlación entre mujeres y terremotos era uno, por lo que mejor no tentar a la ciencia (que no a la suerte).
Pero la femineidad es contagiosa, según los monjes. A mi amigo le explicaron que al haber venido con mujeres en el coche, tampoco podíamos visitarlo nosotros. Con las reglas del
archimandrita de Jerusalén no se juegan, así que ante la perspectiva de volver a la ruta de las mil curvas, resolvimos quedarnos dando un paseo por los alrededores.
Que mereció la pena, claro. Y, en retrospectiva, también el camino. Porque nos mostró una Palestina tranquila y curiosamente plural, donde pueden convivir todo tipo de intolerancias.
Y luego fuimos a
Hebrón. Pero esa es otra historia
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