2011-06-07 00:27
No es del tipo de cosas que aparezca en las guías turísticas. "Top things to do en no sé qué sitio: Ir a la misa de San Torcuato, a tal hora". De hecho, no fue así como lo planteamos en la oficina de turismo de Nueva Orleans: estábamos en el sur, en el sur se canta gospel en las iglesias, y queríamos escuchar gospel. Nos plantearon dos posibilidades, la primera de las cuales nos venía mal, y la segunda era el servicio de las 6 de la tarde en el santuario de la Virgen de Guadalupe.
Con ese nombre no podía ser más que católica, claro, y lo del góspel no encajaba bien. Pero acabada la presentación, allí que nos fuimos, sin saber muy bien qué esperar.
Para empezar, fresco. Saliendo de la calle, con más de treinta grados, la iglesia era un verdadero oasis. Para seguir, ninguna mirada de "usted no es de la pirroquia". De hecho, un portugués con coleta y bermudas y un español con gafas no llamaban la atención más que un joven negro con camiseta amarilla ajustada y rastas de dos colores o un señor mayor blanco con camisa hawaiana o una soldado con el uniforme de combate o una señora hispana de edad y gafas de concha.
Porque cuando paseas por Bourbon street y por el barrio francés hay una división racial bastante evidente. Los turistas son los de un color, y los que están a las puertas de los locales, o sirviendo, o bailando con 10 o 12 años por unas monedas son de otro. Juntos, pero no revueltos.
Aquí estaban juntos
y revueltos. En el coro había edades, colores de piel, y colores de pelo, todos contrastando con la túnica morada y estola amarilla que es evidente que contrasta con casi todo y que si lo pusiera como colores de una presentación dejaría ciega a la mitad de la audiencia.
Juntos y conjuntados. Yo no entiendo mucho de música, pero el que dirigía el coro tenía un vozarrón y una guitarra eléctrica, y la chica negra que había a la derecha animaba, sonreía, gesticulaba, junto con el resto. Estaban ahí y sentían lo que cantaban, que todo el mundo podía seguir en los libros de himnos que había en la espalda de los bancos.
Y el cura, de Nueva York, de cierta edad, se baja al pasillo de la iglesia para el sermón, gesticulaba, preguntaba, la gente respondía, en un momento determinado, cuando mencionó el Katrina, la gente prorrumpió en aplausos, contaba chistes, y al final, ovación cerrada. Siguieron los himnos, se siguió cantando, nosotros haciendo un poco karaoke porque si apenas me sé el padrenuestro desde que lo cambiaron, imagínate en inglés, que pueden haberlo cambiado también sin habérmelo notificado.
Cuando en Nueva Orleans haz como los nuevaorleanianos: se arrodilla uno cuando tiene que arrodillarse, y se levanta cuando tiene uno que levantarse. Pero llegado el padrenuestro todo el mundo se coge de la mano, los de los bancos de un lado se acercan a los de otro, alzan las manos y lo rezan a gritos (bueno, y algunos hacemos lipdub).
Momento de paz, y también cuando se da la paz, se vuelve uno, aprieta la mano a toda la familia de color de clase media de delante, a los de detrás, a los de al lado. Todas las razas, todos los colores. Buen rollo a espuertas, mucho más auténtico que las declaraciones de amistad a espuertas que surgen después de beberse la octava cerveza americana o la cuarta europea.
Antes de terminar la misa, el cura pide que se levanten aquellos que vayan a cumplir años, aquellos cuyo aniversario de boda sea próximamente, y finalmente el cura, monaguillos (sí, con traje y todo, niño y niña y otro que debía ser presbítero o sacristán o catecúmeno, a saber) salen, cruz por delante, por el pasillo, en procesión; la gente se espera y cuando salen saludan al cura, en la puerta.
Al vernos el corrillo, se nos acerca el cura, nos pregunta, conversa, nos vuelve a contar el chiste del sermón que no habíamos acabado de entender. Ya éramos de la parroquia, y eso que fuimos para escuchar un poco de góspel.