2011-06-12 20:29
Primero, la gente.
Llegamos a Nueva Orleans de noche y el conductor del autobús desde el aeropuerto, buscando la propina que hace que su sueldo mísero se convierta en aceptable, nos dio un garbeo por el barrio francés, el French Quarter, que a esas horas, como a cualquier otra, estaba repleto de gente con el uniforme oficial: collares de cuenta de colores, bebida en la mano, y un bamboleo intencionado o no. Un Pedro Antonio de Alarcón en los 80, pero con más putiferio (aunque el putiferio no fue evidente en esa primera aproximación, hacen falta más términos de la serie de Taylor).
Segundo, el olor.
El jet lag me despertó a las 6 de la mañana. Media hora más tarde, tras comprobar que los hoteles americanos no dan desayunos (salvo aparte y por precios exhorbitantes), me di un garbeo por la ciudad. A esas horas seguí a un chaval que se fumaba un porro, tranquilamente, mientras escuchaba su iPod con auriculares de tamaño gabinete de tiro, y olí la marihuena; olí también, y oí, a las máquinas que se esforzaban en quitar la mugre de una noche de viernes, y olí también que no se habían esforzado lo suficiente, porque seguía oliendo. Bastante. A cerveza con doble destilación, o quizás triple, tras haber pasado por el estómago en un viaje de ida y vuelta, a sudor, a cuerpos apretujados en una noche casi tropical. Pero eran las seis de la mañana, y sólo se veía al del porro, a algunos recalcitrantes a la puerta de los locales, y a gente tirada por el suelo, generalmente de color, pero también sin él, verbigratia.
Tercero, los niños.
Qué quieren que les diga. Un terceto de niños preadolescentes, también de color, bailando conjuntados en medio de la calle puede parecer expresión de una cultura o búsqueda de un porvenir mejor a través de la música. Pero también parece explotación infantil. Y no era anecdótico. Los había a espuertas, en todas las calles, rodeados de gente, sudando y bailando con los treinta grados de humedad y el 70% de calor, o viceversa. Una pena. Lo que me lleva a la cuarta parte.
La miseria.
Cuando uno piensa en Nueva Orleans, en abstracto, o tras leer un artículo de la Wikipedia, puede que lo asocie con París, con Las Vegas, o, quizás más acertadamente, con el barrio rojo de Amsterdam. Tiene un poco de todos. Pero la ciudad que me venía a las meninges es Jerusalén. La calle Bourbon es la vía dolorosa, donde la gente peregrina su soledad con el vaso de cóctel a cuestas, pero toda la ciudad es un zoco, donde gente trata de vender su miseria, abanicos, cuatro gorras, latas de cerveza fría, te pide dinero con el truco de averiguar de dónde son tus zapatos, simplemente se sienta con un vaso de plástico en la mano y dormita esperando que caiga un
quarter, bailan y tocan en grupos más grandes y más pequeños, abren sus tiendas 24 horas esperando que, tarde o temprano, alguien caiga. O simplemente abandonan su casa a su suerte, y la dejan que vaya, poco a poco, decayendo. Como en el zoco de Jerusalén y en sus alrededores, donde lo que más llamaba la atención era la gente buscándose la vida con poco o con nada, y tratando de engañar al turista con trucos. Tengo montones de fotos de casas a mitad de camino hacia el montón de escombros.
Pero claro, ahí está la belleza. "Todo el mundo ve las cosas de forma diferente", me dijo la mujer que manejaba la barbacoa en la puerta del Candlelight Lounge. Pero esa es
otra historia