2011-07-10 12:04
Ve a un concierto, y lleva tu pistola, había oído previamente. Así que cuando
Carlos me dijo de ir al
Candlelight Lounge, en el barrio de Tremé, a oir tocar a la Tremé Brass Band donde tocan nada menos que dos de los que salieron en la serie que todavía no he visto, la verdad, me lo tuve que pensar varias veces.
No ayudaba nada que, hablando con los locales (bueno, con algunos locales) nos dijeran que no habían estado nunca. Y que todo el mundo te aconsejara ir en taxi hasta la puerta, a pesar de que no estaba demasiado lejos del hotel. Tampoco ayudaba el que un compañero de congreso nos contara que en su hostal, situado en la misma calle que el Lounge, había sido objeto de atenciones no deseadas por parte del conserje, incluyendo el hecho de dejarlo en la calle en una noche de lluvia al no querer corresponder tales atenciones.
Long story short, que dicen los yankis, fuimos allí en taxi y con los números de los taxistas, del hotel y de los GEOs, los documentos justos, algo de cash (pero no lo suficiente, como luego comprobaríamos).
Lo que nos encontramos fue la cabaña que veis en la foto, una casamata del tamaño de un salón parroquial (de parroquia con pocos feligreses). La cabaña estaba rodeada por un descampado, y en el descampado una barbacoa al aire libre donde varios feligreses asaban salchichas y hamburguesas. A unos diez metros, una
ruina se desintegraba, poco a poco, en la oscuridad.
En la puerta, una señora de una amplitud similar a la misma nos pidió cinco dólares y nos pintó con rotulador rojo un punto en la mano. Dentro no había ninguna mesa ocupada, así que nos dieron la más cercana a la puerta y al escenario, en segunda fila. En
primera fila, alguien que resultó ser de la banda (pero esa es otra historia).
El escenario, por supuesto, estaba vacío. Los músicos nunca se han caracterizado por su puntualidad (salvo
Spnial Tap), y menos cuando se trata de una banda emergente (en el sentido que emerge durante el concierto, un concepto nuevo). Pedimos cervezas, nos las traen raudamente, las pagamos, esperan sin una palabra a que le demos la propina. Seis dólares una Abita, por tanto, lo que nos hace echarnos mano al bolsillo y recontar nuestro presupuesto y el número de cervezas que podríamos permitirnos. Afortunadamente la cerveza venía con tapa, un arroz con habichuelas y cachos de carne más bien caldosos y sinceramente poco apetitoso, pero abundante. De vez en cuando, un camarero pasaba y nos decía si queríamos más.
Lógico era, por otro lado, que no se empezara a las 9 de la noche. El calor era tan insoportable que hasta había que
enfriar el pipí, y el
ingenioso dispositivo de enfriamiento situado al final del local no daba mucho de sí, así que usamos el privilegio que nos otorgaba el punto rojo en el dorso de la mano para entrar y salir libremente del local y así poder ir viendo al resto del público y la banda, casi por partes iguales al principio, llegar al tiempo que se acercaban las 10 de la noche y las segundas y terceras cervezas.
Por lo pronto, no nos había pasado nada, ni siquiera nos miraban raro. Tampoco habíamos oido más música que la de la
Rockola, pero, sin duda, la cosa prometía.