2012-08-06 23:22
Hay gente que es muy de bolsos. Yo, personalmente, soy más de mochila. Sin embargo, en los sitios de vacaciones no existen las clases sociales en cuestión de bolsos: una persona, un bolso. Van desde los mínimos que sirven estrictamente para colgarse el móvil del cuello y poder mandar whatsapp sin mirar hasta los bolsos-cabás que se lleva uno a la playa y donde cabe la sombrilla, la nevera, y el pequeño de la casa si es que se pone excesivamente penoso.
Por supuesto, la tiranía de la media impone que se lleven, sobre todo, los bolsos pequeñitos, sobre todo entre la población masculina. Tamaño justo para llevar la novela, el móvil, las gafas de sol, un dinerillo por si surge la punzada del vermú a mediodía, e incluso si uno se empeña el Marca bien doblado en cuatro, que nunca se sabe cuando puede surgir una cola. Los mercadillos tienen un gran surtido de este tipo de bolsos, minimochilas o como diablos se llamen. Por alguna razón, las riñoneras han dejado de estar de moda después de que alguien se la viera a Georgie Dann.
También dentro de esos bolsos hay clases. Están los que están hábilmente compartimentados y los que permiten a unos compartimentos inmiscuirse en el resto, de forma que en cuanto que introduzcas alguna cosa que ocupe cierta cantidad de espacio, es imposible encontrar absolutamente nada. El mío, de la extinta marca Coronel Tapioca, es de estos. Se puede perder una cámara fotográfica debajo de unas llaves. Tal cosa, aparentemente imposible, sólo se puede explicar por una especial distorsión espaciotemporal creada por unas llaves y una moneda de 20 céntimos. Y esto está comprobado experimentalmente.