2012-12-17 20:08
Poul Anderson es sinónimo de
space operas entretenidas sin mucha movida. De hecho, a modo de la Historia del Futuro de Heinlein, tiene
su propia saga que sigue a una familia a través de los milenios de imperios espaciales que surgen, decaen y vuelven a resurgir.
Más o menos en medio de esa historia surge
este libro que hace referencia a un planeta de nombre con referencias nórdicas descubierto por el
hombre libre Nicholas Van Rijn a través de su heraldo David Falkayn (como Estela Plateada, lo manda para luego zamparse los planetas) y que resulta que tiene metales superpesados (a partir del número atómico 118, fíjate) esenciales para que los respiradores de hidrógeno (que los hay, y son muy feos) puedan construir naves espaciales por las que no se escape el susodicho gas que tiene unas moléculas muy shiquitiyas.
Los respiradores de hidrógeno quieren ese planeta. Los estatistas de la Confederación también. Y Nick sólo quiere que, como buen comerciante, se abra al libre de comercio y se quede fuera de las influencias socialdemócratas de tan mala gente. Así que suceden fugas hábiles, batallas espacieles, batallas terrestres, princesas atrevidas, extraterrestres reflexivos y otros más cachondos, y, en resumen, exactamente lo que me esperaba en una novela de segunda mano que me costó uno o dos dólares en
Nueva Orleans. Por cierto, que ya no se puede encontrar esta edición del año 83, pero sí en recopilaciones como la que enlazo.