2013-08-01 21:31
No sé qué diablos impulsó al ser humano a abarrotar las playas de las zonas templadas y no tanto cuando llega el verano. Como Alain de Botton nos cuenta que los olivos no fueron olivos ni nadie les echó cuentas hasta que se le ocurrió pintarlos a Van Gogh, es posible que nadie le prestara atención a la playa hasta que confluyeron en ella suecas y Paco Martínez Soria. Aunque el problema es que alguien tendría que descubrírsela a las suecas, que supongo que serían los vikingos, que descubrieron muchas cosas, incluyendo lo molones que son los cuernos en los cascos y lo que estimula la imaginación el frotamiento de la nariz.
Sea como fuere y a pesar de las evidentes incomodidades del sitio, a saber, arena por doquier, una temperatura solo atemperada por el ocasional chapuzón, abundancia de detritus, chapapote y gente a la que no conoces de nada, tanto el veraneante nacional como el extranjero huye del asfalto y del cemento para refugiarse en otro sitio de asfalto y cemento, pero carente de las comodidades que uno ha ido acumulando a lo largo del tiempo en su parche de asfalto y cemento particular, a saber, su zona especial del sofá, Internet que funcione y una cafetera express con espumador de leche, pero en este caso situado a una distancia asequible de un parche de arena y una zona de agua de tamaño enorme pero de la que, en realidad, no se aprovechan más que unos metros, cuadrados y cúbicos.
Algo tendrá, supongo. Será el cambio de aguas, terapia salutífera donde las haya. O la abundancia de ese elixir llamado sangría, líquido milagroso porque no se explica de otra manera que la mezcla de una gaseosa sin nombre con un cartón de vino produzca algo que sea deseado con tanta vehemencia por propios y extraños, aunque, en defensa de lo nuestro, diré que más por los extraños. Quizás lo que tenga es que alguien la descubrió. Y todo lo descubierto es mejor.