2013-08-02 23:10
A primera vista, cualquier lugar de playa sigue un modelo evolucionado a través de (literalmente) miles de iteraciones que incluye paseo marítimo, chiringuitos a pie de playa, algún centro comercial si es una zona de nueva construcción, calles peatonales con docenas de objetos que aparentemente a nadie se le ha ocurrido adquirir antes de ir allí como gafas de sol, bañadores y ese acompañante imprescindible de la cintura del veraneante, la riñonera (con logos identitarios diversos). Eso hace a casi todos los sitios de playa intercambiables entre sí y sin más aliciente que aquél chiringuito donde sirven espetos fenomenales o aquel chillout donde mezclan los martinis como nadie.
Sin embargo, siguien a
Alain de Botton hoy he recorrido La Antilla tratando de encontrar lo que la hace especial. A ver, para empezar, La Antilla ya es algo especial. Es un poblado de pescadores, de los que todavía quedan algunos y puedes ver todas las mañanas volviendo de la faena, a partir del cual se han construido chalets y bloques y bungalows y todo lo que lo podría hacer indistinguible del resto de los sitios de playa. Pero un paseo por alguna de sus calles, y singularmente la que sigue a las casas que están en primera línea, revela rasgos únicos. Muchas de las casas que están en esa primera línea están rodeadas por un patio y tienen, en la planta baja, un porche que últimamente se usa o para poner un par de sillas de patio o como cochera.
No sé para qué diablos se usarían, pero por espacio y por lo que se repiten es posible que se tratara de verdaderas viviendas de pescadores que usaran ese espacio para guardar desde las redes hasta tender el pescado en salazón.
Y también hay la casa de con ventanas moriscas en trampantojo, y la casa de los pitufos, y el bloque de dos pisos a medio construir que se encuentra, desde hace años, ganando pintadas y pátina, muy cerca de la iglesia de estilo que podríamos llamar a falta de mejor nombre ecléctico marinero y los lirios del mar y, en realidad, cientos de cosas que merece la pena mirar. Como el montón de nasas de colores que hay cerca del chiringuito del Lobo que, cada año, cambia de forma y es actualmente un apilamiento ordenado con dos o tres alturas, como un gran juego de Mastermind, pero que era antes un montón informe. Y el montón de banderas negras hechas con bolsa de basura y enganchadas en cañas que indican dónde se encuentra la zona marinera.
De todo esto me he dado cuenta no por haber leído a Botton, sino por llevar la cámara encima. Muchos de esos hitos, que ni lo son por su belleza ni por su historia, sino simplemente porque, con la luz adecuada, que es la luz de la playa y del Atlántico y buscando el encuadre, hacen una bonita foto. Que quizás es lo único o lo mínimo que necesita una persona para llevarse, poseer el sitio que visita o que habita, mirarlo como si llevaras una cámara en el bolsillo (que, además, la llevas) y quisieras sacar una foto. Así que venga, hazte ya el Instagram, hombre...