Atalaya: desde la tela de araña

2013-08-04 10:02 En el fárrago de la lectura, la vigilancia para evitar que el bebé sea deglutido por un tiburón o atropellado por el carro de las cervezas fresquiiiitas y la observación cuidadosa del movimiento de la línea de alcance de las olas hacia o desde tu punto de anclaje en la playa, a veces uno no se percata del ritmo de la playa. Porque la playa es calor, arena y espacio vital reducido, pero también es ritmo.
Y se puede apreciar en cuanto que cierras los ojos. Las olas rompen con una cadencia inexorable. A veces, si no hay mucha gente, se oyen los gritos de las gaviotas. El viento sopla y agita las anillas que sujetan las velas de los catamaranes, produciendo un tintineo nervioso. Las palas golpean a las pelotas de goma con contumacia. La animación del hotel cercano repite ritmos calientes y el viento hace que se sienta con más o menos cercanía. Y las llamadas a la actividad comercial de los buhoneros itinerantes se repiten "¡Cooooohcacolah frehquitah!".
También hay ritmo visual, y lo hay en las mismas olas que hemos escuchado un momento atrás, en la gente que salta cuando llegan, en la gente que anda por la playa y que ves ir y venir y a veces ir y venir otra vez, las avionetas que pasean sus carteles de escasa visibilidad y menos relevancia, la gente que entra en el agua y sale en un ritmo que, imperceptiblemente, se comparte entre todos los de la playa, la gente llega a unas horas, se va a otras y el ritmo que lo envuelve todo, el de la marea que derruye castillos y desplaza toallas y sombrillas y el del verano, que siempre vuelve y con él las personas que, año tras año, repiten zona en la playa.