2019-03-01 19:24
Hay que leer mucho a
Jan Morris, y en esta Atalaya lo hacemos con
cierta asiduidad, como lo hacemos con
otros escritores de libros de viaje. Pero hay dos categorías. Los que escriben peor que Jan Morris, y Jan Morris.
Sólo ella es capaz de enfrentarse a este reto: Hablar de ningún sitio. O sea, de Trieste. Una ciudad que fue el puerto del imperio austrohúngaro, que pasó brevemente por Yugoslavia y que finalmente se ha convertido en una ciudad en el extremo de Italia, más cerca de Croacia y de Eslovenia que de cualquier centro urbano italiano significativo. Si alquien te dice que ha ido a Trieste, pensarás que hay alguna convención de la industria del Zapato o que se casa algún primo lejano. Es, literalmente, ningún sitio, que tiene, por tanto, ese encanto que tienen sólo los sitios que no le importan a nadie, poblados de estatuas a próceres que no recuerda nadie y que olvidaron la función para la que fueron creados y no han sido investidos de ninguna nueva, afortunadamente.
Pero no importar no significa no inspirar. Trieste ha inspirado a Italo Svevo (del que debería leer algo), a Joyce (del que ya tuve suficiente con leer
su vida en cómic) y a la propia Jan Morris, que llegó por primera vez justo después de la guerra, en otra vida, y ha vuelto una y otra vez, viendo como cambia, como evoluciona, y como sigue careciendo de una identidad propia, de tantas soberanías por las que ha pasado. Lo que no ha impedido que le vaya estupendamente. A veces, el problema no es tanto crear la identidad sino que alguien la cree para ti, como cuentan en
Milkman. Pero eso no ocurre en Trieste, aunque es una ciudad de provincias donde rara vez ocurre algo.
Jan Morris te pasea por las calles, por la historia, por las gentes de Trieste, y no hace falta más para que cree una realidad alterada donde esa ciudad te rodea. Por eso es caso aparte, y hay que leerla y seguirla leyendo. Y cuando me encontré este libro de segunda mano en Gante, salté a comprármelo de inmediato.