2019-07-23 10:54
De vez en cuando, hay que leer a los clásicos, y
Ursula K. LeGuin, que falleció el año pasado, es uno de los grandes clásicos de la literatura de ciencia ficción, desde la edad de oro hasta ahora. Tampoco había leído mucho de ella: "El nombre del mundo es bosque", hace mucho tiempo, en el que fue mi primer viaje en AVE, de Sevilla a Madrid.
LeGuin hace una ciencia ficción literaria, con personajes dibujados e imbuida con una cierta melancolía. Mundos que desaparecen, o están a punto de desaparecer. En este caso, nuestro propio mundo: el protagonista es capaz de imaginar el mundo y literalmente hacer realidad sus sueños. Cuando le obligan a ir al siquiatra, este descubre inmediatamente su poder y trata, a través de una máquina que induce el sueño REM, de realizar sus propios sueños de poder.
No todo va bien. Los sueños de una persona son la pesadilla de la siguiente, y en una especie de equilibrio ontológico, lo que se crea por un lado siembra destrucción por otro, como los chistes del
genio malafollá que se han escuchado tantas veces.
Al final, la historia es una reflexión sobre la diferencia entre el bien común y el bien personal, pero también sobre cómo hay que tratar de llevar adelante los sueños propios y no los de los demás. Una buena novela, que además funde muchos de los tropos clásicos de la ciencia ficción, desde la distopía, pasando por los extraterrestres, y con mundos interiores para añadir. Un clásico, al fin y al cabo.